jueves, 18 de noviembre de 2010

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[Humor] La comida de empresa
Mie, 12/12/2007 - 10:09 — info
Hola. Hace unos días se celebró la comida anual de la empresa. Este año me insistieron mucho los de mi cuartelada para que fuera. Decían que era un buen momento para conocernos, para pasarlo bien, y que además se jubilaba el maestro de taller y así aprovechábamos para homenajearlo, etc. Me terminaron de convencer cuando un colega de la organización del festejo me dio bajo cuerda una invitación de las que tenían para cuadros directivos. Cosas de la empresa. Mis colegas pagaron la bonita suma de cuarenta euros por acudir a tan magno acontecimiento.
Bueno, pues a la hora prevista y después de haberme enjabonado, duchado y perfumado bien, me presento con mi mejor jersey y un pantalón de pana que tuvo mucho éxito. Los calcetines, como no se veían, eran de tipo milikito. Por supuesto me siento en la mesa de las compañeras de Administración.
Allí estamos en el salón del gran restaurante unas cien personas de edad más que madura (subcontratados, temporales, algunos indefinidos, los jefes...), muy limpios y peinados. Casi no nos conocemos las pintas. Hay particularmente una compañera que me la quedo mirando un rato, y hasta que no me habla no la reconozco (por la voz), porque la tía (Pili, una auxiliar administrativo) se ha puesto un peinado de esos de la tele y un montón de pintura. La verdad es que me ha impresionado. Se lo digo y se está carcajeando un rato, de puro placer diría yo. Se sienta a mi lado. Mientras nos avituallan nos ponen una cerveza detrás de otra, y comenzamos a comer. Primero lomo, queso, jamón, paté, anchoas, salmón, atún ahumado y pan. Muy circunspectos vamos zampando cogiendo las cosas con solo dos deditos y el meñique levantado.
Pasamos al tinto y charlamos de cosas intrascendentes. La Pili me cuenta con mucho detalle el cáncer de ovario que le extirparon y el rollo de la radio, la quimio y la peluca que se compró y entonces se la inclina y me enseña la calva. Casi que me atraganto. Joder, qué palo. No lo sabía.
Bueno, pues nos ponen una ensalada con muchas gambas, y seguimos con el tintorro porque hay un camarero que cada vez que me ve sin existencias, el tío corre a llenar la copa como si sus pluses dependieran de ello. La gente cuenta chistes, y ahora se levanta el jefe, pide atención y suelta un pequeño discurso en el que ensalza al maestro de taller (Molina) que se jubila. El tío llora. Le llevan una placa (de plata pura dicen) que explica que qué gran persona es y patatín patatán. Aplaudimos. Yo tengo un calor horroroso y me quito el jersey y me quedo luciendo una camiseta de Janis Joplin. Va el Molina (sesenta y siete años) y se pone a hacer la ronda de saludos a todo el mundo y —cuando va por la mitad—, se levanta un peón (Rodrigo, un alcohólico confeso además muy comprometedor), lo abraza y grita que «nunca podrá sustituirlo el enchufado y ventajista del Barrera». Se forma un jaleo, la gente dice que «no es el momento», el jefe (Don Ignacio Barrera) dice que «no es el momento», el ex-maestro dice que «no es el momento» y llora más, Barrera dice —en cambio— que «no es el mejor momento». Yo aplaudo y entonces todo el mundo aplaude. No tengo ni puñetera idea de por qué.
Llega el maestro Molina hasta mí, me abraza y me pide perdón por las broncas y la sanción que me ha puesto este último año. Le digo que vale, que pelillos a la mar. Se lía a llorar otra vez. Nos ponen una berengena con bacalao. Este plato tiene en la carta un nombre muy raro, pero es berengena con bacalao. Más tinto.
Aluego el jefe (Don Ignacio) se levanta y suelta otro pequeño discurso en el que critica la competencia desleal de los malayos (es su obsesión). Afirma que somos una gran familia y que tenemos que arrimar el hombro para sacar la empresa adelante y que sea un modelo de bla bla bla..., estoy sintiendo una especie de mareo cuando suena por unos altavoces otro discurso en la sala de al lado (que tiene megafonía), en la que al parecer están los directivos de un equipo de fútbol local celebrando una gran victoria sobre el otro equipo local. Entre mis compañeros hay un montón de hinchas del equipo derrotado, que primero se aguantan, y luego no pueden más y empiezan a gritar las voces esas de viva mi equipo haciendo referencias obscenas y contranaturales a los del otro. Bueno, pues los hinchas del equipo ganador (la otra mitad más o menos) empiezan a hacer lo mismo. Entonces el jefe dice que «no es el momento», yo digo que «no es el momento», y alguien (Benítez, un informático que anda en silla de ruedas) va al salón de al lado y arranca los cables de los altavoces y se forma un follón de los infiernos. Sigo con el tinto y me ponen un trozo de cerdo asado con piñones, piña y una especie de salsa de frambuesas. No sé cómo, pero la hinchada se tranquiliza entre muchas explicaciones y denuestos. El jefe (Don Ignacio), muy cabreado porque le han fastidiado el mitin. Aplaudo, pero nadie me hace caso.
A estas alturas hay bastante gente, yo diría que borracha aguantando el tipo. De vez en cuando se levanta alguien y suelta algún chiste, o dice unas palabras sobre el maestro, o sobre fulano o zutano. Nos ponen el postre. Una especie de pirámide gorda de mazapán y una bolita de helado. La gente grita «¡que hable fulano!» y fulano habla. Nos traen una copa de champán. Me la bebo y pido otra. La verdad, a estas alturas estoy bastante confuso, porque normalmente no pruebo ni una gota de alcohol, y como no fumo me estoy tragando la humareda de manera totalmente pasiva...
Y entonces ocurre algo horroroso. Las chicas de mi mesa encabezadas por la Pili, que han estado muy entretenidas con mis atenciones, empiezan a gritar a compás pidiendo que hable. Me resisto como puedo, y de repente está todo el jodido salón gritando «¡que hable, que cante, que hable Jorge!».
Me levanto, dicen que tambaleándome, porque no me acuerdo bien, y por lo visto suelto, muy pero que muy serio, un discurso en el que hago un llamamiento para desmantelar el sindicato amarillo de la empresa, digo algo de los malditos capitalistas, exijo confederarnos con los trabajadores malayos de la competencia, suelto mi opinión acerca de la dirección de la empresa... Y canto el «amarrado a la cadena de la inicua explotación» con la música de Torna a Sorrento por la parte esa que dice que «sin delito cometido / nos llevan a la prisión / debilitan nuestras fuerzas / y aumentan nuestro valor». En fin, tengo la voz cascadilla. En total no serían ni tres minutos, digo yo.
Se hace un gran, espeso y denso silencio mientras que Rodrigo (el peón borracho) grita «¡muy bien!» y trastabillea y palmea y da «vivas» a la revolución. Veo muchas caras como muy coloradas. Como si estuvieran incómodas por algo. Me dirijo al retrete para hacer pipí. Vuelvo.
Nos sirven el café y una copa y luego el cubata, había unos cuadros de payasos... Bueno, resumiendo..., con murmullos, la gente empieza a levantarse, a despedirse unos, y a quedar para una discoteca otros. El ex-maestro Molina se me acerca y me dice que «no era el momento». El jefe (Don Ignacio) me lanza furibundas miradas. Como ya estoy agobiado, le digo que sí, les doy un beso en los labios a cada uno (sí, a Don Ignacio también), me escabullo y vuelvo a mi casa, dice mi compañera que con un aspecto lamentable, y duermo hasta el día siguiente, dice mi compañera que oliendo como un cerdo.
La cuestión es, compañeros y compañeras, que no sé bien, no sé explicarlo bien, no sé por qué, pero me da que esto de las comidas de empresa son un invento más del capitalismo para atarnos al yugo del salario y del trabajo. Lo dejo aquí para pensarlo más despacio y someto esta idea a vuestro experto criterio. Abajo el trabajo.

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